El Taller como Bastión
El taller, antes un santuario de creatividad y comercio, se había transformado en un bastión sitiado. El sonido de los golpes en la puerta, fuertes y persistentes, era un eco de la furia de Isabel. Nosotros, los fugitivos, estábamos atrapados. Calix, el príncipe que había vivido en la opulencia, se apoyaba contra una pila de rollos de tela, su respiración agitada. Orlo, el noble caído, sostenía un martillo de herrero en sus manos, un arma que nunca había imaginado blandir. Gonzalo se mantenía firme junto a la puerta, su espada desenvainada, listo para la batalla. Yo, Conan, el lobo de las calles, me movía entre las sombras, mis sentidos alerta a cualquier movimiento.
—No podrán entrar —dijo Gonzalo, su voz era un murmullo grave y firme—. La puerta es de roble macizo y hemos colocado la mesa de trabajo más pesada como barricada. Nos da tiempo. Pero no mucho.
—¿Y luego qué? —preguntó Orlo, su voz era un susurro roto—. ¿Luchamos hasta el final? ¿Morimos como traido