El Precio de la Verdad
El sol de la tarde se filtraba por las ventanas del castillo, tiñendo de oro el polvo que flotaba en el aire. Para Isabel, la nueva princesa consorte, el castillo ya no era un hogar, sino un campo de batalla. La fría furia que había sentido al confrontar a Calix se había transformado en la calma peligrosa de un depredador que acecha a su presa. Su padre, el Conde de Valois, le había enseñado que el poder no se toma, se teje, hilo a hilo, con paciencia y veneno.
Sentada en su tocador, la mirada de Isabel en el espejo no era la de una novia, sino la de una estratega. Sus hombres, los espías de capa negra leales al Conde, eran sus ojos y oídos en las sombras. Había dado una orden clara: el herrero Silvio debía desaparecer. No importaba si se unía a la guardia o si lo enterraban en un callejón, lo único que importaba era que su testimonio nunca llegara a oídos del Rey. La caja de joyas, la prueba del crimen, estaba a salvo en una de las cámaras de su padre, lejos del