LXIII

El Espejo Velado y la Habitación Prohibida

El aroma embriagador de las rosas, que en otro tiempo habría sido un bálsamo para el alma, se había transformado en un velo que ocultaba el peligro. Kaida, con la agilidad de una sombra, se movía entre los setos del laberinto, sus pies descalzos apenas rozando la tierra húmeda. Cada susurro del viento entre las hojas parecía llevar consigo el eco de los guardias que la buscaban, un coro de muerte que se acercaba. El vestido de seda, ahora desgarrado y sucio, era un testigo silencioso de su huida, cada rasgón un grito de libertad. La llave de bronce, fría contra su palma, era su única posesión tangible, la promesa de un secreto por desvelar.

Emergió del laberinto a la sombra del ala este del castillo, el aire pesado con el olor a incienso y a perfumes costosos. Las ventanas, oscuras y silenciosas, parecían observarla con ojos inescrutables. Recordaba vagamente la distribución de los aposentos reales; la habitación de la princesa Isabel no esta
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