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Jan y yo empezamos a salir, oficialmente, dos semanas después. No es que mis padres supieran qué era, pero sí sabían de un chico que había conocido en la biblioteca. Uno que me acompañaba a veces durante el descanso del mediodía o me recogía a última hora para pasar un rato juntos.

Su compañía era adictiva.

Sus besos, también.

No es que hubiéramos compartido muchos de esos, porque él solía buscar mi mano y se pasaba el rato acariciándola. Era tierna, esa sensación, que se entremezclaba con un deseo primitivo y voraz que pretendía consumirnos cuando dejábamos que el deseo tomara el control. Solo un poco. Lo justo para encendernos cual antorchas en medio de la nada.

Creo que precisamente por eso no solía buscarme. Había algo en él que se volvía un tanto más salvaje. Y primitivo. La esencia de

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