El eco de los golpes y las súplicas de Jade aún resonaba en el aire de la casa mientras Liam se alejaba cojeando por la calle, una figura rota y disminuida. Jade seguía aferrada a Hywell, sus lágrimas empapando la tela de su camisa.
El olor a sal y flores hawaianas se mezclaba con el aroma penetrante del miedo y el dolor reciente. Hywell la sostuvo con firmeza, su presencia sólida y protectora, mientras el sol de la tarde comenzaba a teñir el cielo de naranja y púrpura.
—Está bien, mi amor. Ya pasó —susurró, sus labios rozando su cabello, su voz era un bálsamo tranquilo en medio del caos emocional de Jade—. Él se fue. Estás a salvo.
Jade sollozó contra su pecho, la vergüenza y el arrepentimiento la carcomían. No se sentía a salvo. Se sentía rota, nada invencible.
—Lo siento… lo siento tanto, Hywell —susurró con la nariz hundida en su pecho—. Yo… yo no quería que esto pasara. Nunca.
Hywell la apartó suavemente para poder mirarla a los ojos. Con sus pulgares, limpió las lágrimas de sus