Me sobraron segundos, pero no certezas. Apagar el teléfono en cuanto salió el mensaje fue casi instintivo; aprendí hace tiempo que no hay espacio para errores en un terreno donde cada pequeño desliz puede costar demasiado. Ya Darío tiene la ubicación. Me siento realmente mal, pero no dejo de vigilar las pantallas que muestran todos los posibles lugares por donde puedan entrar. No sé dónde perdí mi teléfono; menos mal que le había puesto tremenda contraseña, y Darío me dijo que activó el chip para que se autodestruyera. Ese muchacho es un genio; ojalá que en el chip de la perla no se autodestruya también.
Respiré profundo un par de veces mientras volvía a observar las cámaras. Allí estaban, esos tipos con el ojo rojo en los brazos, recostados en los autos al otro lado de la explanada, casi como si esperaran instrucciones o, peor aún,