Se miran entre ellos, sin poder creer que su madre les estuviera tendiendo una trampa, no solo a sus esposas, sino también a su propio hijo. Gerónimo y Guido se miran sin comprender nada.
—¡Maldito! ¡Nunca debí conocerte en mi vida! —escuchan a Rosa gritar furiosa. Guido permanecía inmóvil, aunque sus manos, cerradas en puños, temblaban de la rabia contenida. Gerónimo, en cambio, apretó la mandíbula al punto de que se podía ver cómo esa ira silente iba devorándolo por dentro. Rosa, su madre, ¿planeando entregar a Cristal y a Cecil como si fueran fichas de un juego torcido? No cabía en la cabeza de ninguno de los dos. —Tiene que haber otra razón… Algo que no estamos entendiendo —murmuró Guido en un susurro apenas audible, lo suficiente para que solo su hermano escuchara. —No, Guido. No existe ninguna otra razón que justifique esto. No lo ves. Ella nos está traicionando. Nuestra madre, la mujer que tendría que protegernos con la vida, está vendiéndonos, vendi