El eco metálico de su voz rebotaba por las paredes del garaje, creando un ambiente sofocante, cargado de presión y resentimiento. Nadie se atrevía a intervenir, ni siquiera el más cercano de sus hombres. Sabían que cualquier palabra inoportuna, por mínima que fuera, podía encender una furia aún más intensa en su jefe.
—Pero a su hija sí, jefe. ¿Por qué no la utiliza? —se atrevió a preguntar uno.—¡Esa es una buena para nada! —gritó despectivamente—. ¿Saben algo de Coral?—No, es como si se la hubiera tragado la tierra. Le mandamos el mensaje que nos dijo, pero no apareció. Yo creo que se fue del país —responde el hombre con seriedad.—No se ha ido, no ha salido del país. Ya lo comprobé —dijo, sentándose en una silla delante de ellos—. Ni ella ni su perro fiel,