Maximiliano dio un tirón a su corbata y maldijo en voz baja, se sentía más como una soga que quería ahorcarlo.
Otra maldita cena, otra maldita farsa que debía soportar. Los viejos del Consejo habían sido claros como el agua: ya no importaban las elecciones, estaba hundido como un barco con el casco roto. Pero al menos podía fingir dignidad, mantener las apariencias con una mujer del brazo, como se esperaba del heredero. Mercedes.
—¿Alguna novedad de ella? —preguntó a Hipólito, que permanecía en la puerta del dormitorio, rígido como una estatua.
—Tiene visita esta noche —respondió el viejo Lobo—. Un tal Martín Rivero. Águila de pura cepa.
El Jaguar apretó los dientes con fuerza hasta sentir dolor en la mandíbula. Se le revolvió el estómago y tuvo que tragar varias veces para no vomitar. Nunca hab