No había pasado ni una semana desde que Rut se fue, y ya estaba deseando tenerla a mi lado para aconsejarme.
Primero, una enfermedad arrasó la aldea. Con la ayuda de Ainé conseguimos encontrar un antídoto, pero hubo dos bajas… dos pequeños que no pudieron resistir. Los más frágiles siempre son los primeros en caer.
Luego, llegó una tormenta tan intensa que arrancó árboles de raíz y cubrió los caminos de ramas. Por suerte, las casas resistieron y nadie resultó herido… pero la aldea parecía más apagada que nunca.
Y como si el destino quisiera probarme, esa misma mañana apareció un forastero. Herido, exhausto, y huyendo de quién sabe qué. Ahora mismo estaba encerrado en el calabozo, lejos de la aldea, mientras Dante y Sebastián lo interrogaban.
Yo, en cambio, intentaba lograr que mamá comiera algo. Desde el día que Rut murió, su luz se apagó. No ha salido de casa, se niega a hablar, y mucho menos a comer. Me sorprende que Dante esté sobrellevando el duelo mejor que ella… pero claro, ella