Los años no se detenían, y con ellos, el pequeño Azael creció hasta convertirse en el alfa indiscutible de la manada y el aquelarre. Había heredado más que sangre; había tomado el poder de la tierra, el susurro de los antiguos y la fuerza inquebrantable de quienes lo precedieron. No era sólo un lobo o un brujo; era el trihíbrido, una criatura única, capaz de dominar los elementos que le corrían por las venas.
En sus ojos ardía el fuego de Alaric, el poder ancestral que su padre, Arthur, había marcado con la daga que se convirtió en símbolo y arma. Esa misma daga, la única capaz de destruirlo, era ahora su aliada más preciada. Un símbolo de la historia y del futuro que él mismo comenzaba a forjar.
La noche había caído sobre el valle de Koral. El aire se cargaba con la tensión de una batalla que se avecinaba. Azael sabía que esta pelea era más que una lucha por territorio o poder; era un desafío al orden, a la supervivencia misma de su manada y a la esencia de lo que él representaba.
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