El claro estaba teñido de rojo cuando partimos. El olor a sangre aún flotaba pesado en el aire, pero no había tiempo para detenerse. Alaric no estaba entre los cadáveres, y eso significaba que seguía moviéndose.
Leónidas iba unos pasos por delante, en su forma humana, pero con esa tensión animal que anunciaba que podía transformarse en cualquier segundo. Sus ojos dorados brillaban entre la neblina. Yo mantenía a mis brujos cerca, aunque cada uno estaba exhausto, con la ropa rasgada y manchada de la batalla anterior.
—Está aquí —dijo Leónidas, oliendo el aire como si pudiera saborear el rastro—. Puedo oler su miedo.
Me detuve un instante.
—¿Miedo?
Leónidas sonrió con un brillo salvaje en los ojos.
—Apesta a cobardía.
El camino hacia el siguiente claro era un túnel de ramas bajas y retorcidas. La niebla se espesaba, y una brisa helada nos mordía la piel. Escuché algo crujir a la izquierda y alcé la mano para que todos se detuvieran.
—Lo escuchaste —murmuró Kael, a mi espalda.
No respond