Habría sido él si hubiera aceptado la invitación de Ludmila, o incluso la de Katia, que ahora estaba atada en la Cruz de San Andrés y en manos de Sammy y Esteban, Amos, accionistas del club y amigos de Kaleb. En unos pocos minutos la bajarían y la tomarían ambos en una doble Tanda que haría las delicias de los habitués del club. Suspiró y le hizo un gesto al barman para que tomara la tarjeta y cobrara.
—¿Te marchas tan temprano?
Carlos, otro de los dueños del club, se había acercado y era quien lo inquiría, con una ceja levantada. Era un viejo amigo y quien lo había introducido al mundo del BDSM.
—Así es. Mañana tengo reunión familiar.
—Todos los domingos es así y nunca has dejado de gozar o de dar un buen espectáculo. Hay más de una sumisa que te extraña.
Kaleb asintió, distraído.
—Mi mente está un poco inquieta últimamente.... Me pregunto…— carraspeó—. Estoy en un momento de introspección personal, diríamos. Revisando mis… opciones.
—Ah, supongo que tiene algo que ver con la duda que todos podemos tener. ¿Se puede tener una vida sexual común después de probar esto? ¿Es posible una familia, una pareja rutinaria y sosa? ¿Casarse me implica practicar el misionero de aquí a la eternidad?
Lanzó una carcajada y Kaleb meneó la cabeza, divertido. Lo que Carlos le decía no estaba tan lejos de lo que había pensado últimamente.
—No estoy tan profundo, Carlos. Simplemente… No siento el mismo apetito. Seguramente te ha pasado alguna vez.
—Mi amigo, disfruto de esto que para mí no solo es un negocio sino un estilo de vida. No hay dudas.
Kaleb no lo sentía de la misma forma. Suponía que estaba atravesando una fase. El aburrimiento y la falta de novedad. Después de todo, había mucho morbo aquí, pero con el tiempo también se volvía un poco rutinario. Era eso, tal vez. La falta de desafío y el aburrimiento que le estaban pasando factura.
—Ya volverá. Encontrarás a una sumisa con la que te vas a sentir conectado y podrás encontrar nuevamente el interés y el goce.
Eso esperaba. De otra forma tendría que cambiar su coto de caza, como lo denominaba su hermano Jace. Sonrió al recordar al cabrón. La vida casi monacal que este llevaba no le sentaba a él para nada. Suspiró y consideró que había quedado como único representante de los Monahan en el mercado y abierto al sexo.
Cuando este pequeño interludio de desinterés pasara, su libido estaría recrudecida, se alentó. Entre tanto, debía dedicarse a la familia y en especial, a mimar a su sobrina Brooke, la nueva integrante de la familia, hija de Milo y Regina.
Mañana vería también a Aidan y Sharon que estaban de visita en una de sus habituales escapadas desde la Costa Este, cada vez más frecuentes. La familia unida, a pesar de la tarea de su madre por arruinar los almuerzos dominicales con comentarios inapropiados y sugerencias lamentables.
La comunión que los cinco Monahan habían tenido desde pequeños los había protegido de la ruindad de su padre y la liviandad y desapego de su madre. Reunirse era un ritual que Kaleb atesoraba, aunque nadie lo creería al escuchar su habitual diatriba cínica. Pero así era.
Casie, alias Kelly, sabía que iba a ser un día ocupado desde que se levantó, hacía de eso ya tres horas. En pie en la madrugada de un domingo, manos y cabeza ocupadas en la cocina de su tienda de delicatessen, en procura de alistar el pedido que le había sido encomendado con la debida anticipación, pero que los sucesivos inconvenientes con el personal y las máquinas le habían impedido cumplimentar como hubiese querido.
Sujeta a estructuras como era ella, culminar una tarea en la verja de que esta le fuera demandada le generaba pesadillas y dolores de cabeza en la consideración de todo lo que podía ir mal. Todo lo que la haría fallar. La sensación de fracaso de habitual afectaba su sueño, pero se las arreglaba para lidiar con ella. Suponía que era el reto que cualquier emprendimiento. En su caso se multiplicaba por su personalidad perfeccionista y porque había invertido en esta tienda lo poco que había logrado ahorrar durante los crudos años de su matrimonio, además de sus expectativas y tiempo.
Mas había variables que no se podían manejar, entre ellos la desidia la falta de compromiso de quienes podía contratar, personal no especializado.
Demonios, no es que hubiera que tener un título en Economía para atender a la clientela con un poco de gusto y amabilidad, o que colocar brownies en una caja o exhibidor fuera tarea de riesgo. En más de una ocasión sus dependientes habían tensado su proverbial don de gentes y amabilidad, casi forzándola a gritar y despedirlos. Casi. Los toleraba porque era débil y se compadecía de sus historias, que era probable forzaran un tanto al ver su falta de autoridad. No podía hacer mucho con esto, el conflicto o la confrontación le quitaban energía.
¿Qué decir de las máquinas, de segunda mano y que, como era de esperar, cada tanto daban problemas? La última semana esa había sido la constante, lo que había retrasado la ejecución del gran pedido que hoy la forzaba a trabajar con denuedo. Un domingo, cuando todos descansaban.
Suspiró y secó sus manos luego de dejar todas las herramientas meticulosamente limpias y ordenadas, esperando que la última horneada de confituras estuviera lista para comenzar a trabajar en su cobertura. No había podido negarse a la solicitud de una de sus clientas favoritas, Sharon, a pesar de que sabía que debería forzar tiempos para alistar los productos sin dejar vacíos sus exhibidores y freezers.
La fiesta para las que la simpática enfermera las quería sería pequeña, pero también lo era su pastelería. Y ella era la única que elaboraba. Se negaba a desprenderse de una parte del proceso porque necesitaba que su marca estuviera en cada dulce, cupcake, brownie, tartaleta. No tenía el dinero como para pagarle a alguien que pudiera realizar la tarea con el mismo empeño, amor y cuidado que ella. Sharon se había convertido en una habitué de los viernes, siempre con su charla amable e interesada. De habitual alentándola y mandándole clientes, que a su vez traían otros.