La puerta del cuarto de mi abuelo parecía más grande de lo normal, se veía tétrica angustiante y se me antojaba terriblemente frágil, como si en cualquier momento la sirena al abalanzarse sobre ella pudiera romperla; sin embargo, Jhon parecía demasiado relajado, casi luciendo con orgullo el aruñón que sobresalía de su pómulo izquierdo.
—las mujeres son así — dijo cuando le pregunté si la sirena se lo había hecho —ya me empiezo a acostumbrar.
—Uno nunca se acostumbra — le contestó Jefferson. Estiré la mano y tomé la perilla de la puerta.
—¿Estás seguro que quieres ir solo? — preguntó Jhon, y yo asentí.
—De lo único que estoy seguro es que no le agradará mucho que yo entre escoltado por un chino de dos metros y cien kilos.
—No soy chino — dijo cruzándose de manos.
—Fascinante — fue lo único que logré decir antes de abrir la puerta.
—Estaré aquí afuera. Por si algo — dijo Jefferson y yo cerré la puerta tras de mí.
Pensé que sería tal vez como una película: entraría y tardaría unos segund