No quería estar aquí.
Pero aquí estaba.
Yo solo era el daño colateral.
—Llegamos —dijo mi madre desde el asiento del conductor, con los dedos temblorosos sobre el volante.
Su voz era suave, como si hablara desde otro lugar, otro tiempo. Desde que habíamos salido de la ciudad, no había dicho más que dos o tres frases. Sus ojos, sin embargo, no dejaban de observar el paisaje, reconociendo las curvas del camino como quien reencuentra una cicatriz antigua.
Miré por la ventanilla.
—¿Aquí creciste? —pregunté, sin esperar una respuesta real.
Ella asintió apenas. Ni siquiera me miró.
La casa era una cabaña antigua en las afueras del pueblo, al pie de una colina. Nada moderna, ni acogedora. Todo crujía, desde los escalones de madera hasta las bisagras oxidadas de la puerta. Pero lo que más me perturbaba era el bosque que la rodeaba. Denso. Silencioso. Y demasiado oscuro para ser apenas las cuatro de la tarde.
En cuanto entramos, un olor a humedad y leña vieja me golpeó la cara.
—Vas a acostumbrarte —murmuró mamá, mientras caminaba hacia el interior como si lo conociera aún de memoria.
Yo no estaba tan segura.
Las horas pasaron lentas.
Me senté frente a la ventana. Las ramas se mecían lentamente. El viento no era fuerte, pero había algo en su movimiento que me daba escalofríos. Como si algo más, algo que no era el viento, las moviera desde dentro.
—Estás exagerando —me dije en voz baja.
Pero ni yo me creía.
A la mañana siguiente, mi madre me llevó al instituto local.
Cuando entré a mi primera clase, todas las miradas se giraron hacia mí. No me sorprendió, pero sí me incomodó. Busqué una silla vacía en la parte de atrás y bajé la cabeza, deseando que el día acabara rápido.
—Eres la hija de la loca, ¿no?
Me giré.
—Todo el mundo lo sabe. Tu madre se fue hace años y ahora vuelve como si nada. Como si Greystone olvidara.
No respondí. ¿Qué podía decir?
Fue entonces cuando lo sentí.
Levanté la vista… y ahí estaba él.
Sentado en la esquina opuesta del aula, con la capucha puesta, los ojos oscuros clavados en mí. No había duda de que me observaba. No disimulaba. No parpadeaba. Solo me miraba como si me conociera. Como si supiera algo que yo no.
Tragué saliva. Algo se movió dentro de mí. Algo que no sabía nombrar.
El profesor entró y todos fingieron normalidad. Menos él.
—¿Ese es Ronan? —pregunté más tarde en el pasillo.
Una chica de primer año me miró con los ojos abiertos como platos.
—No hables con él —susurró—. Es peligroso.
—¿Por qué?
—Nadie lo sabe. Pero no es como los demás. Vive en el límite del bosque, solo. Y… pasan cosas raras cuando él está cerca.
No tuve tiempo de preguntar más.
—No deberías estar aquí —dijo en voz baja, sin mirarme directamente.
—¿Perdón?
—Este lugar no te quiere.
Dicho eso, se alejó con paso firme, perdiéndose entre los alumnos como si nunca hubiera estado allí.
Me quedé helada.
Esa noche no podía dormir.
La luna brillaba a medias entre las ramas.
Y entonces lo vi.
Una figura.
No podía distinguir su rostro. Solo su silueta alta y quieta. Pero sabía que no era parte del bosque. No era un árbol. No era un animal. Era alguien. Alguien que estaba allí para mí.
Retrocedí. Cerré las cortinas con manos temblorosas.
Mi corazón latía como loco. No quería mirar otra vez, pero mis piernas se movieron solas. Cuando abrí una rendija, ya no había nada. Vacío. Solo la bruma y los árboles.
—Estoy perdiendo la cabeza —susurré.
Y en ese instante, un aullido largo y desgarrador rompió el silencio de la noche.
Me giré lentamente hacia la puerta cerrada de mi habitación.
Y esta vez, no vino solo.