Amelia salió de la casa de Alejandro, su mente nublada por una mezcla de preocupación, desesperación, un poco de rabia y hasta de temor.
Había firmado aquel contrato, una jaula dorada, una prisión sin barrotes físicos, pero con los más impenetrables. Sabía que estaba haciendo lo necesario para mantener a Anaís cerca, pero la sensación de haber renunciado a su libertad la asfixiaba. Y no entendía por qué le daba más temor estar casada con Alejandro que con Sergio, era una situación que no podía explicar.
No era una mujer que se dejara dominar fácilmente, y aunque en apariencia Alejandro había ganado la primera batalla, Amelia no estaba dispuesta a ceder tan fácilmente, esperaba revertir la situación.
Al llegar a su apartamento, cerró la puerta tras de sí con un golpe sordo y dejó caer su bolso en el suelo. Se frotó el rostro, tratando de calmarse, sabiendo que ahora tenía que enfrentarse a otra situación complicada: la conversación con Sergio.
Sergio Castillo era poderoso, y no era el