Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 2.
Decisiones. Apariencia. Todo en la vida de su esposo gira en torno a esa fachada implacable. Siempre finge la perfección, que nada lo toca, erigiéndose como el más fuerte de su linaje. Compite sin tregua contra su tío, anhelando su estatura e implorando la escurridiza atención de su abuela, la matriarca. Esta obsesión lo ciega; no importa la reciente y devastadora pérdida del bebé, no importa cómo se siente Kaitlyn ahora: vulnerable, destrozada. Él prefiere la ilusión de control y, peor aún, la culpa a ella por no conseguir la atención que desesperadamente busca. “Todos estaban pendientes de él; cada vez que aparece, monopoliza la atención. Te vieron llorar en los rincones, y me hiciste quedar como un imbécil ante todos. Y no contenta con eso, vas e intentas ofender a mi tío cargando a su hija. ¿Acaso no eres capaz de pensar en alguien más que en ti? Debes entender que, aunque estemos pasando por una desgracia, el resto no tiene por qué enterarse de nuestra intimidad.” La voz de Fernando es un latigazo controlado. “Solo quería acercarme a ella. Sé lo que se siente perder a una madre, perderlo todo; jamás quise ofender a nadie. Y si lloro es porque soy humana y tengo sentimientos, Fernando, no todos somos rocas impasibles como tú.” Kaitlyn siente cómo la bilis le sube a la garganta. “Por favor, lo comprendo, solo que tú exageras. Las situaciones no son iguales, no puedes compararte con una niña. Ellos lo olvidan rápido, se le pasará. No tienes por qué ponerte a la altura de una menor; eres la adulta, debes dar ejemplo. Tienes que entender que ofender a mi tío es ofender a mi abuela, la monarca. Es el renegado de la familia, sí, pero es su favorito por ser el primogénito varón. Si él se siente ofendido, la abuela no dudará en arrebatarme la herencia.” El miedo subyacente de Fernando se filtra, revelando la verdadera prioridad. Kaitlyn suspira, una exhalación pesada y molesta. Se enfoca en la carretera, el silencio del trayecto a casa se vuelve un muro asfixiante entre ellos. Día tras día, la depresión la consume. El apetito ha desertado, dejando tras de sí un vacío que no logra llenar. “Come, por Dios. Si sigues así no vamos a conseguir nada. No olvides lo que dijo el doctor, tienes que alimentarte bien.” El reproche no es de afecto, sino de utilidad. Las lágrimas la asaltan. Es abrumador sentir su vientre vacío y plano. Antes, la obligaba la noción de comer por dos; ahora, no hay motivos, no hay ganas. La pérdida de lo que más anhela la inunda de una ansiedad punzante y una incertidumbre helada. “No tengo hambre, no voy a comer.” Kaitlyn se levanta, dejando atrás las admoniciones de su esposo. Pasa frente a la habitación que estaba destinada a su bebé, y un sentimiento intenso la golpea con la fuerza de una ola traicionera. Ver cada detalle, la cunita inmaculada, la ropita doblada; habían comprado todo con anticipación entusiasta, y ahora esa decisión parece un castigo cruel, un depósito físico de un futuro que nunca llegó. Herida, despojada de ánimo, Kaitlyn se arrastra a la ducha para un aseo. Las lágrimas se mezclan con el agua tibia que corre por su cuerpo, un intento fútil de ocultar o lavar el dolor. Al salir, se enfunda en una bata y se desliza bajo las sábanas, intentando encontrar un respiro en el descanso. Entonces, siente la llegada de Fernando, su presencia invasiva. Él se acomoda detrás de ella, deslizando una mano sobre sus muslos, besándola en el hombro y ciñéndola al abdomen con una posesividad sofocante. “Me duele la pérdida, me duele todo lo que estamos viviendo. Si solo me hubieras escuchado, solo intento protegerte, Kaitlyn, pero tú no me lo permites. Te ruego que, por favor, no te rindas. Escuchaste al doctor; tendremos otra oportunidad, vas a lograrlo, ya lo verás. Yo estoy contigo, voy a apoyarte y cuidar de ti, esta vez será diferente, lo haremos juntos…” Ella ya no aguanta el llanto, sus sollozos cortan el aire. “No llores, mi amor, lo superaremos. Ahora, lo más importante es seguir las indicaciones del doctor. Intentaremos las veces que sean necesarias, lo haremos juntos, ¿está bien?” Su voz suena suave, persuasiva. Ella exhala un suspiro tembloroso, recostándose en su pecho. “Está bien, Fernando, lo intentaré de nuevo.” La resignación se apodera de su espíritu. Fernando sonríe, una sonrisa de triunfo que no logra ocultar del todo. La besa, la acerca, la incita a la intimidad. Y aunque el ánimo de Kaitlyn está por los suelos, ella cede, dispuesta a hacer lo necesario para que este matrimonio, este proyecto, funcione y se estabilice. Días Después. “¡Ah!” Kaitlyn jadea, un grito ahogado de dolor. Mira a Fernando, quien la observa desde la distancia, imperturbable, mientras el médico realiza el procedimiento en su útero. El dolor es un tormento que la hace llorar en silencio. “Ya voy a terminar,” anuncia el hombre, notando la falta de expresión de Fernando. “He concluido. No se levante; permanezca acostada por diez minutos. Luego podrá incorporarse.” Kaitlyn llora en silencio. El dolor físico es insoportable, una aguja ardiendo que apenas logra contener. Cuando el doctor se retira, Fernando por fin se acerca, sosteniendo una pequeña caja en su mano. “Bien hecho, cariño…” La besa brevemente, dejando la caja en sus manos. “Esto es para ti.” Kaitlyn se limita a mirar el objeto: una gargantilla. Una más para su creciente colección, una recompensa material por el tormento que acaba de atravesar. “Gracias.” Su voz es un murmullo de ceniza. Ella se acomoda para que él mismo se la coloque, el metal frío sobre su piel. Un regalo, una recompensa por cada dolor infligido durante el tratamiento, como si las joyas y los obsequios tuvieran el poder de disipar el sufrimiento o el mal augurio. Un automóvil, una dote de brillantes, un regalo por cada fracaso y cada queja soterrada ante las fallas ineludibles. Un Año Después. Un año completo de torturas silenciosas. Doce meses de pastillas amargas, inyecciones dolorosas, análisis constantes, y la dualidad de regalos seguidos de reproches punzantes. Nada ha dado fruto, y el peso del fracaso recae íntegramente sobre sus hombros. “La prueba es negativa, lo lamento.” La voz del doctor confirma el veredicto desolador, un martillazo que la golpea con renovada fuerza. No hay bebé. “Ya son doce meses, doctor, ¿cómo es esto posible?” pregunta Fernando, desesperado, su voz temblando más por la frustración que por la pena. “Como le informé la primera vez, los resultados dependen del tiempo. La efectividad se refleja en la evolución de su esposa, y no es seguro lograr el embarazo. Usted conoce los riesgos que esto conlleva. No solo hablamos del útero; los ovarios no están cumpliendo su función motora adecuadamente.” “No lo entiendo, ¿todos estos meses de esfuerzo? ¿Y nada?” Fernando explota, su voz cargada de indignación. “La insuficiencia ovárica primaria, o falla ovárica prematura, sucede cuando los ovarios de una mujer dejan de funcionar normalmente antes de los 40 años. Los folículos son pequeños sacos donde los óvulos crecen y maduran. En este caso, el problema es que los folículos dejan de funcionar o no lo hacen bien. En la mayoría de los casos, la causa es desconocida, pero al igual que con el útero, solo podemos tratarlo con medicamentos de fertilidad, intentando ayudar al sistema reproductivo. Podríamos implantar hormonas para asistir a la madurez, pero la efectividad siempre dependerá del estado general de la mujer.” Un silencio denso los envuelve. Kaitlyn siente la gravedad de todo, el peso de su enfermedad, el hundimiento de su estado de ánimo. Está aislada, incapaz de procesar o reaccionar ante la avalancha de información. Lo han intentado todo: inseminación, hormonas, tratamiento tras tratamiento, y nada funciona, como si estuviera bajo una maldición. “¿Y si lo intentamos con un donante? ¿Una inseminación a otra mujer?” pregunta Fernando, su mente ya buscando una solución pragmática. “Se podría lograr el embarazo con una paciente sana. La inseminación artificial no sería un problema; sin embargo, esto solo funcionaría usando su esperma y fecundando a otra paciente, lo que implica que su esposa no tendría participación genética con el feto.” Al escuchar esto, Kaitlyn por fin reacciona. Mira al doctor, su expresión desconcertada, una chispa de lucidez emergiendo del sopor. “A ver si entiendo. Lo que me quiere decir, doctor, es que si mis ovarios no funcionan, el bebé no será mío, será de otra mujer y de mi esposo, ¿es eso?” pregunta, participando por primera vez con voz firme en la conversación. “Lamentablemente, sí. Si los ovarios no funcionan, no podemos implementar en la joven un óvulo suyo. Esto, en efecto, abre la posibilidad de que solo su esposo sea el que dé el aporte genético en este caso.” Kaitlyn se queda fría, su expresión ahora distante, sintiéndose inexplicablemente manchada e incompleta. “Les daré un momento a solas,” dice el doctor, al percibir la tensión lacerante que se forma entre la pareja. Apenas la puerta se cierra, Fernando ataca la situación. Se acomoda frente a ella, toma su mano, suavizando su tono con un matiz que no le llega a los ojos. “Mi amor, escúchame. Tú aún seguirás siendo su madre, eres mi esposa. Esa mujer solo será la incubadora de nuestro bebé, pero al final, será nuestro; ella dará a luz y nosotros lo criaremos. Con esto, cariño, dejarás de sufrir por los procedimientos médicos, podrás descansar mientras que otra persona pasa por todo esto.” Es el lenguaje de la conveniencia. “Es igual que adoptar, Fernando. ¿Por qué no adoptamos? Así no tenemos que esperar a que el bebé nazca.” La propuesta de ella es una daga de lógica simple. “Tú no lo entiendes, ya hemos hablado de esto.” Él suelta su mano, irritado por su resistencia. “¡Entiéndeme tú a mí! No tendré nada que ver, será tuyo con otra mujer.” “Aun así, quieres adoptar a un niño que no es tuyo, lo criarás como si lo fuera. ¿Qué diferencia hay? Ya te lo dije, Kaitlyn, quiero un bebé que lleve mi sangre, con el que yo cree un vínculo. Será nuestro hijo, entiéndelo.” La obstinación es palpable. “¿Y si fueras tú? Si fueras tú quien no pudiera darme hijos, ¿lo aceptarías? ¿Permitirías que otro hombre me embarazara?” La pregunta es una flecha al corazón de su ego. “Ese no es el caso, concéntrate en lo que nos plantea el doctor.” Él evita la respuesta. “Respóndeme.” “No, no lo aceptaría, pero lo haría por hacerte feliz, sabiendo que yo soy el del problema…” Suspira, irritado. “Escúchame, mi amor, sé que esto es difícil para ti, todo lo que hemos vivido, pero piensa: en pocos meses tendremos un bebé. Esto te dará tiempo para recomponerte y sanar. Yo te amo, te pido, por favor, que me apoyes. Quiero darte el hijo que deseas, algo que me recuerde a mí cuando lo veas. Piensa, no es lo mismo un hijo adoptado que uno nuestro; no tendríamos que pasar por todo el engorroso proceso de adopción, buscar al bebé, todo eso queda descartado. El bebé está aquí, en la clínica. Ellos buscarán a alguien sano que nos pueda dar eso que tanto anhelamos. Estamos en esto juntos. Al final de todo, el bebé te llamará mamá a ti.” La promesa final es la carnada. “No lo sé, Fernando, yo…” Ella rompe a llorar de nuevo. “Quiero pensarlo, ¿podemos pensarlo?”






