Joseph Lerner permanece sentado en su sillón de cuero, con los puños cerrados sobre el escritorio y la respiración agitada. El eco de la puerta que Julian ha azotado al marcharse todavía retumba en la oficina, como un recordatorio insoportable de lo que acaba de ocurrir. Sus ojos, oscuros y encendidos, se clavan en el vacío frente a él.

Su propio hijo.

Su heredero.

Atreviéndose a desafiarlo de esa manera.

Cada palabra que Julian le ha escupido se repite en su mente como un aguijón: “El imbécil eres tú… Ahora entiendo por qué mamá se fue…”. Joseph aprieta la mandíbula con tanta fuerza que le duele. Nadie, ni siquiera Julian, tiene derecho a arrojarle semejantes insultos.

—Insolente… —masculla con voz ronca.

El recuerdo de la mirada furiosa de su hijo, de esa rabia juvenil defendiendo a una mujer que él considera indigna, le enciende aún más la sangre. «¿Quién se cree Julian para hablarme así? ¿Para ponerse en mi contra por una mujer?».

Joseph se pone de pie, da un par de pasos e