Luciano y Gabriele salieron del café. El sol declinaba con lentitud, como si no quisiera abandonar el cielo todavía, caminaban juntos, sin decir demasiado, sus manos no se tocaban, pero sus cuerpos se acercaban con una atracción inevitable.
Luciano se detuvo frente a un edificio que parecía una joya tallada contra el cielo, imponente, con líneas sofisticadas de vidrio polarizado y acero cepillado. Luciano sin mirar a Gabriele, de repente preguntó con una voz embriagadora:
—¿Quieres subir?
Gabriele sintió cómo el estómago se le encogía, el deseo lo recorría como una corriente subterránea. Asintió, con una pequeña sonrisa, y lo siguió, cruzaron las puertas de vidrio, el vestíbulo los recibió con un susurro de piedra pulida, luz dorada filtrándose desde lámparas de cristal y un aroma leve a cuero y jazmín. Los porteros, impecables en sus trajes oscuros, se inclinaron apenas, discretos sin atreverse a mirar.
El ascensor se deslizó sin un solo sonido, flotando en el aire, los muros de espe