Su voz era un suspiro. Como si acabara de presenciar algo sagrado.
Se acercó. Sus dedos revolotearon cerca de mi pecho, sin tocarlo, solo trazando círculos.
—Tiene los pezones increíblemente duros —susurró—. Dios, Lira. Mira tus senos. Son irreales.
Miré hacia abajo. Estaban enrojecidos. Levantados. Con las puntas rosadas, rígidas y doloridas. Mi piel aún conservaba el calor del toque de Damián. Mi pecho subía y bajaba con cada aliento que no lograba recuperar del todo.
—Tienes el tipo de senos sobre los que la gente escribe porno —dijo, con los ojos muy abiertos—. Joder, son pesados, pero no caídos. Perfectos para un puñado. Tus pezones se ven comestibles. ¿Me estás tomando el pelo?
Los cubrí por instinto.
Ella me apartó las manos de un manotazo. —Ni se te ocurra.
Luego me giró hacia el espejo. —Mírate.
Lo hice. Y jadeé. Mi reflejo era obsceno. Mis mejillas estaban sonrojadas. Mis labios rosados y ligeramente entreabiertos. Mi pecho, enrojecido. Mis muslos, húmedos. Brillantes con el