Capítulo 2
Aguantando el agudo dolor en mi vientre, intenté transitar por el fuego para buscar una oportunidad de sobrevivencia. Pero, en ese momento, mi suegra fue despertada por el denso humo. Por alguna razón me impidió y empezó a gritar desesperadamente:

—¡Puto Alfredo! ¡Tu esposa y tu hijo aún están en el fuego! ¿A quién vas a enviar al hospital?

Me detuve para distinguir los leves sonidos de afuera, solo para escuchar los pasos que se alejaban poco a poco, así sin más. Obviamente, Alfredo se había ido.

El armario, deformado por las llamas, se desplomó de golpe, bloqueando nuestra única salida. Con las manos temblando por la mezcla de sentimientos, empapé una toalla con el último vaso de agua que tenía y se la entregué a mi suegra.

Ella me miraba, sintiéndose culpable. Justo cuando estaba a punto de hablar, se escuchó de nuevo la sirena. Fue la misma que habíamos escuchado hace unos instantes: Alfredo se había ido en aquella ambulancia, llevándose su amor.

El fuego nos abrasaba cada vez con más temperatura. Habíamos perdido la esperanza: ya no había posibilidad de salir… Mi suegra ya se desmayó de nuevo tras varios ataques violentos de tos, mientras las llamas ya estaban tan cerca que podían quemar una parte de mi abrigo.

Justo en ese momento, alguien nos llamó en voz alta desde fuera de la puerta:

—¡Violeta! ¡La policía me dijo que no te vio salir! ¿Aún estás en el incendio?

No pude controlar más las lágrimas, y me apuré a responderle con voz temblorosa. Pronto, una figura irrumpió en el apartamento con un extintor. Al verlo, perdí mi última fuerza y me derrumbé al suelo…

Cuando volví a despertar, ya estábamos fuera del edificio.

El hombre que nos salvó había sido Samuel Fernández, colega de Alfredo. Con la cara toda ennegrecida por el humo, mostró una sonrisa al verme despertar.

—¡Sabía que no me había equivocado! Escuché tu voz fuera de la habitación, pero Violeta insistía en que no había nadie…

Antes de que pudiera terminar de hablar, se desplomó al suelo, y los transeúntes se apresuraron a llamarnos una ambulancia.

Nuestras heridas no eran muy graves, pero, como mi suegra tenía enfermedades crónicas, y Samuel había inhalado demasiado humo, seguían en coma.

Cuando Alfredo se enteró de nuestra situación, llegó al hospital muy rápido. Sin embargo, tan pronto como me vio, me dio una cachetada con furia.

—¡Maldita puta tan cruel! ¿Acaso intentaste matar a Violeta? —me gritó frenéticamente—: No estuviste en casa, ¿por qué entraste en el incendio? ¡Samuel casi muere por tu culpa! ¡No puedo creer que tenga una esposa tan cruel y manipuladora como tú! Si a alguno de ellos le pasa algo malo, ¡la culpa caerá sobre ti!

Yo, quien apenas había sobrevivido a duras penas del incendio y desperté con miedo, fui aventada al suelo por mi propio marido con una cachetada. Mientras tanto, vi a Violeta, escondida detrás de él, mirándome como si fuera una niña muy asustada.

—Valeria, sé que me odias, ¡pero tu decisión pudo matar a muchas personas! —habló ella y al terminar, se cayó al abrazo de Alfredo y comenzó a toser violentamente.

Alfredo notó los hilos de sangre en su gargajo. Se me acercó y me dio una patada fuerte. Yo acababa de levantarme, apenas pude ponerme de pie, y me caí de nuevo por ese golpe.

—¡Puta nefaria! ¡Deberías haber muerto en el incendio y ser solo cenizas! ¡Ojalá hubiera podido evitar que Samuel te salvara!

Alfredo me dirigió aquellas palabras con odio, mirándome desde arriba. Mientras tanto, Violeta, apoyada en el firme pecho de mi marido, me lanzó una mirada contenta y desafiante…

Yo había perdido toda la fuerza para discutir con ellos, toda mi energía se iba con la sangre que salía de mí. El agudo dolor en el vientre me hizo llorar, y mi garganta, lastimada por el humo, solo podía articular unas pocas palabras entrecortadas:

—El médico… Llamen a un médico…

Cuando me vio sufrir, Alfredo solo sonrió con indiferencia:

—¿Quieres que un médico te ayude? Pero, has pensado alguna vez que, si Violeta y Samuel hubieran muerto en el incendio, ¡ya no tendrían vida para llamar a un médico!

Lo miré con una clara desesperación, sintiendo un nudo en el pecho que me bloqueaba el aire.

Antes de la aparición de Violeta en su vida, Alfredo había estado tan ilusionado por la llegada de nuestro hijo. Le había preparado una habitación especial, e incluso habíamos decidido su nombre: Víctor Hernández, porque este nombre también tiene la letra “V” como inicial. De esta manera, nuestro hijo tendría mi esencia en el nombre y la de su papá en el apellido para siempre. Sería un regalo romántico de nosotros para nuestro bebé.

Pero ahora, al ver la sangre emanando de mi cuerpo, este se dio la vuelta y cubrió los ojos de Violeta, consolándola con ternura:

—Qué escena más asquerosa. No veas.
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