Una rabia silenciosa le ardió en el pecho. Pero no dijo nada. No podía.
Solo asintió con rigidez y se giró hacia la puerta, con el rostro tenso y el corazón golpeando con furia.
—Puedes irte —añadió Ramírez con indiferencia, encendiendo un cigarro y dándole una calada, como si todo aquello no hubiera sido más que una simple conversación de trabajo.
Se reclinó en su silla con la satisfacción cruel de quien siente que ha reafirmado su dominio. Estaba acostumbrado a someter. A quebrar la voluntad de las mujeres hasta convertirlas en piezas de su juego sucio.
Su estrategia era tan simple como efectiva: a las nuevas las investigaba, las presionaba, las reducía. Una vez que las tenía bajo control, las usaba… por un tiempo. Y luego las desechaba sin culpa, sin remordimientos. Para él, las mujeres solo servían para eso: para ser folladas y desechadas.
Ramírez se creía un hombre de verdad. Un macho dominante. Dueño de cada rincón de la empresa y de las que trabajaban en ella. Así había sido du