CAPÍTULO 5. Entre la espada y la pared

Mar oyó que llamaban a la puerta y se quedó helada. Sabía que la casera llegaría en cualquier momento, pero no esperaba que lo hiciera esa misma noche. Estaba preparando la cena para Michael, y el aroma llenaba su pequeño departamento de cuarenta metros cuadrados. Apenas había espacio para los dos, pero en Los Ángeles las rentas eran caras si no querías vivir en un barrio demasiado peligroso.

Mar sintió que el corazón le latía en la garganta mientras abría lentamente la puerta.

—Señora Smith, buenas noches —saludó con voz temblorosa—. ¿Cómo puedo ayudarla?

—Vine por al alquiler —respondió la mujer con tono gélido mientras alargaba la mano y Mar apretó los labios.

—Lo lamento, señora Smith... no tengo el dinero todavía pero...

—Esa no es una respuesta adecuada señora Guerrero —escupió la mujer—. Sabe que no puedo permitirlo.

A Mar se le hizo un nudo en el estómago. Había temido ese momento pero ahora que había llegado se sentía completamente impotente.

—Lo... lo sé —dijo Mar y su voz era apenas un susurro—. Por favor déjeme explicarle...

—No hay nada que explicar, no soy una organización benéfica, bonita —escupió secamente la casera dejando de lado todos los formalismos—. No puedo mantener a la gente viviendo aquí si no pagan el alquiler. Tienes que darme el dinero o tú y tu hijo tendrán que largarse.

A Mar se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Por favor, solo deme unos días —suplicó con la voz entrecortada. No lo tengo, pero lo conseguiré. Sé que casi siempre me atraso pero nunca he dejado de pagarle ¿verdad? ¿Verdad?

La casera negó con la cabeza y se cruzó de brazos con molestia.

—Déjame ponerte algo en claro: Hay decenas de inquilinos menos molestos que desearían este apartamento. No hay ningún contrato entre nosotras, así que si no tienes el dinero en dos días, los mandaré a sacar aunque tengan que hacerlo por la fuerza. ¿Entendido?

A Mar se le apretó el pecho. Sabía que la casera no tenía que aguantar sus problemas y no tendría compasión con ellos, pero no podía soportar la idea de que la echaran a la calle con su hijo. Michael ya había sufrido demasiado.

—Le prometo que tendré su dinero en dos días —respondió y la casera se marchó con expresión visiblemente molesta.

Mar cerró la puerta secándose las lágrimas para que Michael no la viera llorar. Le habían dado una prórroga, pero aquella ventaja solo temporal. Tenía dos días para encontrar la manera de pagar el alquiler, o ella y su hijo se quedarían en la calle.

Sin embargo, como los infiernos son siempre personales, a casi diez millas de allí y en una casa completamente diferente a aquel modesto departamento, Alan Parker lidiaba con el fuego del suyo.

Estaba entre la espada y la pared. Y mientras Gus intentaba que llegara a una conclusión sin incendiar el mundo.

—¡Qué difícil es ser tu mejor amigo! —suspiró Gus.

—¡Y tomarme el whisky también!, ¿verdad? —rio Alan mientras se dejaba caer en el sofá.

—Pues sí.

—¿Qué crees que debería hacer con respecto al hospital? —preguntó Alan indeciso.

—Mira, tienes todas las habilidades y experiencia necesarias para hacer un excelente trabajo, pero es un hecho que todo depende del apoyo del director Wayland —explicó Gus—. Aunque te soy honesto, podrías ahorrarte todo este teatro si quisieras, después de todo eres el...

—¡Eso no importa! Entrar al cargo por imposición no es la solución, Gus, porque para empezar no quiero que nadie sepa quién soy, ni siquiera los de la junta, para eso tengo un representante —replicó Alan.

—Pues entonces no te queda otra opción que seguirle el juego a Wayland. El viejo debe tener bien metidas sus manos en el presupuesto del hospital, lo mismo que el tal Preston —le aseguró su amigo—. Debe ser difícil para él renunciar a un ingreso como ese a menos...

—A menos que tenga controlado al siguiente director —terminó Alan—. Te juro que puedo presentir algo turbio aquí, Gus, pero no sé qué es. Para empezar me gustaría saber cuánto les pagan a los empleados, porque no puedo entender que el sueldo de una asistente no alcance para cubrir los gastos de una madre soltera.

Gus se quedó en silencio un momento mientras reflexionaba.

—¿Alguien en particular, me imagino?

Alan asintió con gesto sombrío.

—Sí, una mujer del trabajo, no le alcanza para la medicina de su hijo y la verdad es que no es una enfermedad tan rara ni mucho menos... —respondió él pensativo—. Solo es alergia pero no puede costearla.

—¿A lo mejor tiene gastos innecesarios?

Alan negó recordando a Mar. Era una mujer muy hermosa, pero no se arreglaba mucho, siempre vestía en tonos oscuros y ropa simple.

—No, se nota que es muy sencilla. No le vi ni un solo lujo encima.

—Entonces la detallaste...

—¡Gus no empieces! —le advirtió Alan levantando un dedo acusador, pero antes de que le soltara su diatriba de que no quería volver a ver a otra mujer en su vida, su teléfono comenzó a sonar y él respondió de inmediato.

—Director Wayland. ¿Cómo puedo ayudarlo? ¡Claro...! Por supuesto, será un honor. Sí... sí... En media hora está bien. Lo veo allá entonces. Muchas gracias por la invitación.

Colgó el teléfono y Gus lo miró con curiosidad.

—¿Invitación?

—Una cena entre colegas —respondió Alan—. Veremos qué quiere ahora.

Se arregló con rapidez y media hora después entraba a aquel restaurante al que lo había invitado el director, sin embargo un Wayland muy diferente era quien lo estaba esperando.

—Lizzeta, qué agradable sorpresa —murmuró él saludando y mirando alrededor—. ¿Tu padre?

—Papá no pudo venir, urgencia de último minuto en el hospital, así que me pidió que viniera yo en su lugar —respondió Lizetta y Alan le pescó la mentira al vuelo, porque entre maquillaje y peinado aquella mujer probablemente habría estado con un estilista desde el día anterior.

Sin embargo ser descortés no era una opción, así que se sentaron a cenar como dos personas educadas, más o menos hasta que Lizetta se echó hacia adelante y acarició su mano.

—Alan, creo que las cosas son bastante claras entre los dos ¿no es así? —murmuró.

—Lo siento, yo no veo nada claro. ¿A qué te refieres? —respondió él.

—Bueno... tú eres un médico respetado, candidato a un puesto importante, y yo soy una mujer educada en las costumbres más tradicionales. Estudié en un internado en Inglaterra, fui a la Universidad, conozco a casi todo el gremio médico de Los Ángeles. Soy justo el tipo de mujer que tú necesitas.

"Mantenida, floja y malcriada. ¡Claro que sí! ¡No me jodas!", pensó Alan forzando una sonrisa.

—Es obvio que nos gustamos y que mi padre estaría muy feliz si te decidieras a formalizar un compromiso conmigo —declaró Lizetta y él carraspeó.

—¿Un compromiso?

—No espero menos —sentenció ella y Alan apretó los puños, buscando una salida.

Ni de broma se casaría con una mujer así. O sea con ninguna ¡pero con ella menos!

—Lizetta lo lamento mucho, creo que ha habido una confusión... porque yo ya estoy comprometido.

La mujer lo miró como si le hubiera echado encima un balde de agua fría.

—¿Qué...? Pero mi papá me dijo… bueno... él creyó que estabas soltero...

—Todavía, pero me casaré dentro de muy poco —mintió Alan—. Tú eres una mujer espectacular, Lizzeta, y tienes razón, hay mucha química entre nosotros, pero realmente estoy enamorado de mi prometida... Lo lamento.

El resto de la cena fue incómoda y silenciosa, pero al menos Lizetta no hizo un escándalo.

No con él. Pero al otro día apenas entró por la puerta del hospital, Alan recibió una llamada urgente del director para que se presentara inmediatamente en la oficina.

Intentó respirar profundo, porque sabía que le exigiría explicaciones por rechazar a su hija. Lizetta probablemente ya le habría contado todo, así que era demasiado tarde para rectificar o cambiar la historia, no le quedaría más remedio que repetir la misma mentira.

—¡¿Comprometido?! —exclamó Wayland cuando lo vio entrar—. ¿Cómo es que estás comprometido y no me lo dijiste?

Alan intentó forzar una sonrisa inocente.

—Lo lamento, Director Wayland, es que no creí que mi vida privada fuera relevante para el cargo al que me estoy postulando —contestó Alan encogiéndose de hombros—. Y cuando usted me dijo que una esposa sería de ayuda pues... decidí proponerle matrimonio a mi novia. Digo, ya pensaba hacerlo, esto solo aceleró las cosas.

Wayland lo miró como si le estuvieran creciendo otro par de brazos.

—Bueno... ¡es que no me lo esperaba… no me lo creo! ¡Lizetta es muy aventada, seguro te dijo algo que no te gustó y por eso trataste de quitártela de encima! —rezongó el director—. ¡Pero te aseguro que es una buena chica! ¡No habría en el mundo mejor esposa para ti que ella...! ¡Deberían intentarlo al menos...!

—Director Wayland estoy seguro de que Lizetta es perfecta, pero es que yo amo a mi prometida —respondió Alan haciendo acopio de paciencia—. Tenemos una relación fuerte, y de verdad quiero casarme con ella.

Wayland hizo un gesto de incomprensión y lo increpó.

—¡Pues exijo saber quién es! ¡Debe ser una buena mujer, amable y dedicada para ser la esposa del director de un hospital como este!

Alan se metió las manos en los bolsillos de la bata con frustración y por esas cosas que tiene el destino sus dedos se cerraron sobre los frascos de medicina que había sacado el día anterior para el hijo de Mar. De repente fue como si una lucecita se encendiera en su cerebro y asintió.

—Pues la verdad es que usted la conoce —dijo en un intento desesperado—. Y estoy seguro de que la aprecia porque es una mujer valiente y trabajadora.

Wayland arrugó el ceño sin comprender.

—No entiendo... ¿la conozco?

—Sí, porque trabaja en este hospital, con usted.

—¿Trabaja aquí? —preguntó el director sorprendido.

—Así es, por eso no le había dicho, para que no creyera que había ningún tipo de relación inapropiada en el trabajo, pero ya que nos vamos a casar creo que no es problema que usted lo sepa, se trata de Mar.

El director Waylan abrió mucho los ojos por la sorpresa y luego señaló afuera, a la mujer que acababa de llegar y estaba acomodando las cosas en su escritorio.

—¿Esa Mar…?

Alan miró en la dirección que señalaba y asintió.

—Esa misma... Si me da un momento, ahora voy a buscarla para que acabemos de hablar. Permítame un minuto.

El director cayó sentado en su silla mientras Alan salía. Pero más sorprendida se quedó Mar cuando el médico tiró de su brazo para ponerla de espaldas a la ventana del despacho y le puso en las manos aquellos frascos.

—Necesito que me sigas la corriente —le dijo y ella miró con ojos desorbitados las medicinas.

—¿Qué... qué es esto...? Doctor...

—Es Alan ahora, y necesito que me ayudes. Me dijiste que podía pedirte cualquier cosa, bueno... ¡esto es cualquier cosa! Ahí viene el director, solo… ¡sígueme la corriente!

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