Al otro lado de la ciudad, Amelia estaba de regreso en casa, tirándose en la cama con un profundo suspiro de alivio. El viaje a la isla había sido un remanso de paz, pero su cuerpo aún se sentía agotado. A pesar de haber descansado, la realidad de su embarazo de trillizos se hacía evidente; cada día era un desafío que drenaba su energía.

—¿Qué hora es? —murmuró mientras miraba el reloj en su mesita de noche.

La voz de una mujer la sacó de sus pensamientos.

—¿Señorita Amelia, podría permitirme el paso? —La mujer de la servidumbre se asomó tímidamente, con una pila de frazadas en sus brazos.

—Sí, está bien, puedes pasar. —Amelia sonrió, intentando ser amable.

La mujer entró y comenzó a acomodar las cobijas en el armario. Amelia no pudo evitar sentir una punzada de nostalgia al recordar a las mujeres que habían trabajado para ella en el pasado. A diferencia de las demás, esta mujer siempre había sido cordial y servicial.

—¿Hace cuánto que trabajas aquí? —preguntó Amelia, sintiéndose un