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El silencio en el auto era un poco pesado, solo roto por el suave zumbido del motor. Maximilian se concentraba en la carretera, su mente aún lidiando con la imagen de Amelia, tan frágil y perdida. La impotencia lo carcomía, el deseo de hacer algo por ella ardía en su pecho. Justo cuando la tensión parecía insoportable, la voz de Amelia, apenas un susurro, rompió la quietud.

—Sé que mi madre no murió por culpa de aquellos hombres que querían secuestrarla —dijo Amelia, su voz cargada de una extraña certeza que perforó el aturdimiento de Maximilian. Él la miró de reojo, incrédulo. ¿Qué demonios estaba diciendo? La teoría del secuestro fallido había sido la explicación oficial, la que la policía había aceptado sin objeciones. ¿Cómo podía ella desmentirla con tanta convicción?

—Amelia...

—Eso ni siquiera tiene sentido —continuó Amelia, el tono volviéndose más firme con cada palabra—. Aun así, la policía se lo creyó. ¿Y sabes cuál es la razón por la que no se hicieron más investigaciones?

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