Dominik Albrecht
Miro al hombre frente a mí, y no veo más que una manzana podrida.
Un cascarón arrogante cubriendo años de corrupción y decadencia. El maldito presidente de este país.
A su lado, con una sonrisa demasiado cómoda para mi gusto, está su hijo: Isaak Klein. Heredero de sus vicios, su ambición y, probablemente, de sus secretos más oscuros. Ambos hombres habían llegado a mí tras una breve conversación mantenida en su última gala de caridad —un evento pomposo, lleno de hipocresía y vino caro— donde tuve, una vez más, el gusto de ver a su hija mayor: Hanna Klein.
Esa mujer… había algo en ella. Algo distinto, algo que la hacía resaltar incluso entre vestidos lujosos y conversaciones huecas. Rubia, de ojos azules fríos como el hielo, estatura promedio, pero con una presencia imposible de ignorar. Su carácter, por lo que había oído, era volátil, impredecible, y eso le había ganado más de un enemigo en los círculos cerrados del poder. Sobre todo entre los amigos de su padre, quienes claramente se sentían intimidados por una mujer con un cerebro funcional, capaz de cuestionarlos sin pestañear.
Y, por lo visto, su propio padre tampoco toleraba eso.
—¿Y bien? —pregunto, impaciente, dejando claro que no tengo tiempo para rodeos.
No me gustaba que me hicieran perder el tiempo. Menos aún si se trataba de un hombre al que podría destruir con un simple chasquido.
—He escuchado rumores de que necesitas una esposa —dice Isaak, esbozando una sonrisa que no alcanza sus ojos—. Y urgentemente.
Me recuesto en mi silla, jugando a considerar sus palabras. Los rumores no estaban del todo equivocados. Efectivamente, necesitaba una esposa, o al menos la apariencia de una, para consolidar ciertos acuerdos y tranquilizar a algunos sectores de mi imperio. Pero si realmente quisiera acallar habladurías, podía hacerlo con solo levantar el teléfono. Nadie en esta ciudad se atrevía a cuestionarme sin consecuencias.
Lo que no sabían era que ya había fijado la mirada en lo que quería desde hacía meses.
—Es cierto —respondo al fin, como si apenas ahora lo estuviera reconociendo.
El rostro de Isaak se ilumina brevemente. Por más que intenta disimularlo, la ambición le traiciona. Cree que está ganando, que está un paso delante de mí. Pobre idiota.
—Nosotros tenemos una esposa para ti —dice entonces, como si fuera una oferta irrechazable—. Será buena, obediente. Hará lo que le pidas. Es bonita, puede darte hijos… eso es lo que necesitas, ¿no?
Mis dedos acarician con calma el mango del arma bajo mi escritorio. El bastardo está desesperado. Tanto, que está dispuesto a venderme a su propia hermana a cambio de silencio. Porque sabe que yo conozco sus secretos. Especialmente ese secreto.
Pero la verdad es que yo no era mejor que él.
Porque yo la quería. No por conveniencia, ni por alianza. La quería para mí.
—Tu hija, a cambio de mi silencio —sentencio, dejando las cartas sobre la mesa.
El problema con los hombres ambiciosos es que, cuando se obsesionan con lo que quieren, se olvidan de cuidar su espalda.
Me inclino hacia ellos, esbozando mi mejor sonrisa.
—La boda se celebrará esta semana.
Ambos sonríen. Creen haber ganado.
Pero como siempre, eran solo piezas en mi juego. Y en mi juego, nadie da un paso sin que yo lo permita.
Así que, Hanna Klein… ser mía nunca fue una opción.
Fue una certeza.