Para que Adeline pudiera recuperarse por completo, el médico insistió en que permaneciera hospitalizada durante una semana entera. Varias veces Adeline intentó obligarse a volver a casa, pero Isabella siempre lograba persuadirla con suavidad para que se quedara.
Ese día, le tocaba a Maximilian visitar a Adeline en su habitación. Sus ojos seguían cerrados, pero podía sentir su presencia. Él contempló el rostro de su hija con una tristeza indescriptible. Era evidente: aquel padre llevaba un peso enorme sobre el corazón. En su mirada se reflejaban confusión, miedo y dolor. Deseaba desesperadamente hablar con Adeline, liberar todo lo que había guardado dentro de sí.
—Adeline… —susurró Maximilian, apartando con delicadeza un mechón de cabello de su rostro.
Solo esa palabra bastó. Los párpados de Adeline temblaron antes de abrirse lentamente.
—Papá… —su voz suave vibró en los oídos de él.
En ese instante, Maximilian recordó con absoluta claridad: veinte años atrás, cuando enseñó a su pequeñ