Roma luchaba con todas sus fuerzas, pero los brazos de los hombres que la sujetaban eran como tenazas de hierro.
Se debatía desesperada mientras la arrastraban hacia el auto negro que aguardaba en la penumbra.
Desde la ventanilla, alcanzaba a ver los ojos impasibles de los guardias, y una ola de rabia se encendía en su pecho.
Su cuerpo temblaba, pero no era de miedo, sino de furia contenida.
¿Cómo Alonzo Wang se atrevía a invadir su vida nuevamente, después de todo el daño que le había causado?
Cuando el auto finalmente se detuvo, el silencio del motor apagado fue roto por el crujir de sus tacones al ser obligada a descender.
Roma levantó la mirada y su corazón dio un vuelco. Reconoció el lugar de inmediato: las viejas bodegas de la empresa Wang.
Frías, desoladas y carcomidas por el abandono, como los restos de un amor que alguna vez creyó eterno.
La empujaron hacia el interior del edificio, donde la penumbra era apenas perforada por las luces vacilantes de unas lámparas industriales.