Corina y Roma viajaban en el auto.
La carretera avanzaba bajo las luces de la ciudad, pero el silencio entre ellas pesaba más que el motor en marcha.
—¡Amiga, Alonzo Wang es un imbécil! —exclamó Corina de repente, con rabia contenida en la voz—. No puedo creer que alguna vez estuviste con él.
Tomó la mano de Roma con firmeza, casi como si quisiera transmitirle su indignación.
—¡Roma! ¿Ya no sientes nada por él? ¿Verdad?
Roma soltó una carcajada seca, casi irónica.
—Claro que sí. Odio. —Se quedó pensativa unos segundos, su mirada perdida en la carretera—. Pero cada vez ese odio se desvanece. Ahora me empieza a dar lástima… aunque no es suficiente. Quiero verlo peor. Se lo merece.
Corina suspiró aliviada, como si las palabras de su amiga fueran el cierre de una historia que temió interminable.
—Roma… ¡Qué felicidad! En el pasado, lo amabas con locura. Incluso sin importar tu dignidad. Temí que nunca dejarías de amarlo —dijo Corina con un suspiro aliviado.
Roma apretó con suavidad la mano