Mateo no podía dejar de caminar de un lado a otro, sus pasos rápidos y descontrolados resonaban en el suelo de mármol de su pent-house.
El dolor lo atravesaba con cada latido de su corazón, una rabia ciega que lo quemaba por dentro, que lo arrastraba en un torbellino de desesperación y angustia. Su mente estaba llena de recuerdos, pero ninguno tan punzante como el de aquella noche.
Lanzó el florero al suelo, su cristal estalló en mil pedazos.
Las lámparas cayeron con estruendo, las fotos que tanto había cuidado se rompieron bajo sus pies.
No sentía nada más que ese vacío absoluto, ese vacío que solo se llena con rabia, dolor y una tristeza que lo devoraba.
«¡Ella me engañó! ¡Me traicionó!», pensó con furia.
Imaginarla con otro lo volvía loco, le provocaba una sensación de querer estar muerto.
Los recuerdos llegaron con fuerza, uno tras otro, como un torrente imparable.
Recordó la primera vez que Beth fue suya, cuando todo entre ellos comenzó a desmoronarse, cuando ella negó una y otra