Mateo estaba desesperado. La angustia lo devoraba mientras caminaba de un lado a otro en el pasillo del hospital. Cada minuto que pasaba se sentía eterno, como si el tiempo se burlara de él, prolongando su sufrimiento. Su esposa llevaba siete días sumida en la inconsciencia, y aunque los médicos le habían dicho que solo quedaba esperar, la incertidumbre lo estaba matando.
Entonces, el doctor apareció.
Mateo se lanzó hacia él, con el corazón al borde de estallar.
—¿Cómo está mi esposa? —preguntó con la voz temblorosa.
El doctor le dirigió una mirada firme, pero había un brillo de esperanza en sus ojos.
—Está despierta.
Mateo sintió que el aire regresaba a sus pulmones.
—Todavía no podemos retirarle el respirador artificial. Lo haremos mañana si todo sigue estable. Pero que haya despertado es un excelente signo. Nos indica que hay altas probabilidades de que las secuelas sean mínimas.
El alivio golpeó a Mateo con la fuerza de una ola. Cerró los ojos, tratando de contener las lágrimas.
—¿