Roma sentía una rabia tan profunda que sus venas parecían arder con cada latido de su corazón.
El dolor de la traición la consumía, pero la furia, la furia era lo único que la mantenía en pie.
No podía soportar la presencia de ese hombre, el hombre al que alguna vez amo, y luego la envió al más terrible infierno junto a su hijo.
—¡Qué venga seguridad! —su voz era un rugido lleno de desdén.
Entró en la oficina, y ahí estaba él, Alonzo Wang.
Se levantó, pero Roma no pudo evitar mirarlo con una mezcla de incredulidad y asco.
Él parecía una sombra de lo que alguna vez fue: deshecho, sucio, como si la vida lo hubiera escupido y recién ahora estuviera tratando de recobrar lo que pudo haber sido. Su traje arrugado, sus cabellos desordenados, y húmedos como si hubiese estado bajo la lluvia.
Lo que más la confundía era que no podía dejar de mirarlo.
¿Cómo había llegado a este punto?
¿Cómo ese hombre que una vez fue su mundo ahora se veía como una sombra de su propio fracaso?
—¿Qué? ¿Vienes del