Capítulo 1 : Una cruel verdad
POV IRENE SAINT
—Aiden, mi amor… estoy embarazada —le digo, con la voz temblorosa de emoción, sintiendo que cada palabra es un suspiro de esperanza que se libera desde lo más profundo de mi corazón.El silencio que sigue es breve, apenas un parpadeo, pero para mí se siente eterno. Lo observa: mi novio desde hace dos años, mi príncipe azul.Aunque yo tenga apenas diecinueve años y él veinticinco, siempre creído que el amor que nos une es lo bastante fuerte para desvanecer cualquier diferencia: no solo la edad, también la distancia de nuestras clases sociales. Porque cuando estamos juntos, siento que nuestros mundos se fundan en uno solo, sostenidos por la certeza inquebrantable de nuestro amor.
Pues él, ahora convertido en el joven CEO de Lefevre Corp, heredero de una de las fortunas más influyentes de Europa, me había demostrado con hechos que nada de eso tenía verdadero peso. Ni los títulos, ni la riqueza, ni el linaje que lo rodeaba lograban interponerse entre nosotros. A su lado, comprendí que lo que realmente definió nuestra historia no era su apellido ni mi origen, sino la manera en que elegía mirarme, protegerme y amarme. Al menos eso creía yo. Hasta este día. Sonrío mientras acaricio mi vientre aún plano, sintiendo que así puedo proteger esa vida que comienza dentro de mí. —Es nuestro bebé, Aiden… —susurro con ilusión—. Nuestro regalo. Pero lo que esperaba que fuera un abrazo lleno de alegría, fue en cambio un muro de hielo. Su rostro cambia, apenas perceptible al inicio, y lo que antes era dulzura se torna en un gesto serio, casi perturbador. —Irene… —dice con voz grave, más fría de lo normal—. No lo puedes tener. Mis labios se entreabren, sin comprender. —¿Qué… qué acabas de decir? Él desvía los ojos, revelando que lo que está a punto de decir no nace del corazón, sino de un cálculo frío y deliberado. —No entiendes nada… un hijo sería mi mayor debilidad. Acabo de asumir el mando como CEO y no pienso arriesgar mi imperio por un error. Los niños no son bendiciones, son cadenas, y yo no voy a cargar con un último que manche mi nombre ni ponga en juego mi poder. ¿Puedes comprender de una vez que este no es el momento? —¡Pero es nuestro hijo! —exclamo, con el corazón encogiéndose. Sus ojos se clavan en los míos, y por primera vez veo algo que jamás había notado: una frialdad cortante, cruel, casi despiadada. Sus dedos se cierran con brusquedad alrededor de mi brazo, arrancándome un leve quejido. —Escúchame bien, Irene —su voz es firme, como una sentencia—: no puedes tener ese bebé. Yo niego. —¿Negarte? —susurro, con un nudo en la garganta—. Esto no es una decisión solo tuya, Aiden. ¡Es mi cuerpo, es mi hijo! Y yo decidí tenerlo. Su mirada se aguanta aún más. La ternura de antes ya no existe; en su lugar, solo queda la ambición fría de un hombre que no permite que nada lo detenga. —Ahora mismo te llevaré al hospital —declara sin pestañear—. Este embarazo se tiene que interrumpir.Siento que todo el aire me abandona. ¡Plaf! Sentí cómo mi corazón se hacía trizas en mil fragmentos. La ilusión de una familia, la esperanza de un futuro compartido… todo se desvanecía, aplastado por el peso helado de su rechazo. —No… —susurro apenas, con lágrimas asomando en mis ojos—. No puede ser que me pidas eso. ¿Quién eres? —Pregunté con voz entrecortada. Mirando sus ojos una vez más, buscando al hombre del que me enamora, pero lo único que encuentro es un reflejo oscuro, implacable. Maldad pura disfrazada de razón. Es posible que esta sea una pista de la verdad de quien es en realidad Aiden Lefevre. Una sonrisa ladeada y una mirada con un destello de oscuridad fue la única respuesta. Fue en ese pequeño gesto que al final comprendí: el verdadero Aiden no es mi príncipe azul, sino el verdugo de mis sueños. Respire profundo, intentando asimilar todo lo que estaba viviendo. Mientras descubría su nueva faceta, me levanté, tomé mi pequeño bolso del sofá dispuesta a marcharme, con mirada firme, le dije: —Desde hoy, Aiden… esto se acabó. Este bebé será únicamente mío. Intenté alejarme, pero Aiden me sujetó del brazo con fuerza, haciendo que un dolor agudo recorriera mi piel. —Irene… no mares terca. Termina con este embarazo y podremos ser felices, los dos —dijo con esa frialdad que me heló la sangre. No pude contenerme y mi mano cruzó el aire con furia, estrellándose contra su rostro. El golpe resonó como un trueno en la habitación, y en un instante, su expresión se endureció, revelando la sombra oscura, casi demoníaca, que parecía haber guardado pacientemente en su interior para salir a la superficie. Antes de que pudiera reaccionar, me tomó por los brazos y, prácticamente arrastrándome, me llevó hacia un hospital privado. Durante el trayecto, una y otra vez le supliqué que me soltara, pero él fingó no escucharme. Me aferré a un milagro, a cualquier cosa que me permita escapar y salvar a mi bebé. Las lágrimas caían sin control por mi rostro; La decepción, el dolor y la impotencia se mezclaban en un nudo en mi garganta. Al llegar, Aiden me arrastró con brusquedad hacia el interior, hasta un consultorio de ginecología. Allí, un médico anciano, corpulento y de mirada fría y cruel, lo saludó: —Buenas tardes, señor Lefevre. Qué gusto poder ayudarte. Lo miré, buscando un atisbo de piedad, un rescoldo de humanidad que detuviera lo que se avecinaba. Pero no había nada. Nada que refleje la voluntad de ayudarme. Solo encontré indiferencia. —Yo le ayudaré a solucionar su “problema”, señor Lefevre —dijo el doctor, con desdén. “¿Problema?” Pensé. Nuestro bebé no era un problema, era mi vida. Tomé fuerzas y lo enfrenté: —Antes del procedimiento, Aiden… quiero hablar contigo a solas.Quise apelar al amor que decía sentir por mí desde que me conoció. —Está bien… doctor, déjenos a solas —pidió él. Frente a frente, con lágrimas rodando por mis mejillas, lo miré: —Aiden… por favor, mírame. Decías que me amabas, que yo era la mujer de tu vida… no nos hagas esto. —Llevé su mano a mi vientre—. ¿Ves? Esto es nuestro hijo. Sus ojos parecieron empañarse de lágrimas, pero no llegó a posar su mano sobre mi vientre; en cambio, se zafó de mi agarre con brusquedad. —Irene… todo estará bien. Solo… ahora no es el momento. Después podremos tener todos los hijos que quieras. ¿Por qué no era el momento 'adecuado'? ¿Acaso existe uno? Sus palabras me desconcertaban; No lograba entender qué le ocurría, pero el simple hecho de que hablara del futuro en mí ascendió en mí una chispa de esperanza que me atravesó fugazmente. —Aiden… te lo ruego. Si no lo quieres, me iré. Nunca más volverás a verme. —No, Irene —apretó mis brazos con fuerza atrayéndome a su pecho—. No lo repitas. Tú te quedarás conmigo, y este embarazo… acabará hoy. Lloré en silencio, con un dolor que me desgarraba por dentro. —Si haces esto, Aiden… te juro que jamás volverás a escuchar de mis labios un “te amo”. Solo lograrás que te odie. Él intentó besarme, aferrándose con una fuerza que me dejaba sin aliento, con la fiereza de un depredador decidido a doblegarme a su voluntad. —Cariño… no lo compliques más —murmuró, con esa voz grave y dominante que no admitía réplica. Logré fingir sumisión. —Está bien… solo déjame ir al baño, por favor. Aiden ascendió, distraído. Aproveché ese instante y salí, moviéndome con cautela pero con el corazón desbocado, buscando desesperadamente una salida. La puerta de emergencia estaba cerca, brillando como un pequeño faro de esperanza. Caminé despacio, conteniendo la respiración, tratando de no llamar la atención, pero los guardaespaldas de Aiden me vieron a lo lejos y comenzaron a seguirme. Cada golpe de sus botas contra el suelo retumbaba en mis oídos como un tambor de advertencia. Entonces, Aiden apareció, su rostro lleno de furia, avanzando decidido a detenerme. Sentí el miedo implantarse aún más en mi pecho, pero el instinto de supervivencia fue más fuerte. Corrí, esquivando sillas y mesas, mientras mis pies golpeaban con fuerza el pavimento del hospital. La puerta de salida estaba a solo unos pasos, y con cada movimiento podía sentir cómo se acortaba la distancia entre ellos y yo. —¡Hijo mío… mamá te va a salvar! Seremos felices…lo prometo —susurré, aferrándome a esa débil línea de esperanza. Una vez que logré salir del hospital, mis piernas parecían tener vida propia; corría sin mirar atrás, con el corazón latiendo a mil por hora.Desesperada, percibía cómo la distancia que nos separaba se estrechaba con cada paso suyo, sus pisadas retumbando detrás como un tambor implacable que marcaba mi miedo. Cada estampido hacía que mi corazón se disparara y el pánico me envolviera por completo. Cuando al fin me alcanzaron, intenté cruzar la calle, pero él ya estaba frente a mí, bloqueando mi camino. Nuestros ojos se encontraron y, por rápidos segundos reconocieron al hombre que he amado. En esa mirada había dolor, el mismo que ardía en mi pecho; para él tampoco era fácil, en su silencio también sangraba la herida de lo que me estaba haciendo. Un grito escapó de mis labios, desgarrador y urgente, como un eco de mi miedo más profundo. —¡Déjame! ¡Por favor, aléjate! —grité con todas mis fuerzas, pero Aiden ya me había atrapado del brazo. Mi voz se disolvió en el eco implacable de la persecución, un lamento desgarrador que imploraba por mi vida. Mordí el brazo de Aiden con todas mis fuerzas y, por un instante, logré liberarme de su agarre. Creí que finalmente había logrado escapar, cuando de repente un auto irrumpió en la calle frente a mí. El vehículo apareció sin aviso, y el golpe fue tan brutal que me arrancó el aliento de los pulmones. Antes de poder reaccionar, el impacto me lanzó varios metros sobre el pavimento, mientras el mundo giraba y la realidad se desvanecía a mi alrededor. Desde la distancia, escuché su grito desesperado, desgarrador como la de un animal herido que está perdiendo lo que más quiere en este mundo : —Ireneee…