Con el paso de los días, y aunque cada vez ella se mostraba más y más distante, entre ellos fue creándose una rutina.
Alessandro se quedaba trabajando en su laptop, en el despacho de la finca y Catalina iba cada día a trabajar en la escuela.
Lo llamaron a su celular y viendo quién era, sonrió.
–¿Me echas de menos, pastelito?— Susurró coqueto.
–¿Le has echado comida al pez?
Alessandro comprimió sus ojos.
–Catalina, estoy trabajando.
La escuchó resoplar y sonrió, él también se sentía frustrado.–Yo también estoy en el trabajo, pero al menos sí me preocupo por el pobre Otavio. ¿Le has echado comida?
–¿Otavio?
–Tú insistes en llamarlo «pez» y eso hiere sus sentimientos.
–Los peces no tienen sentimientos, Catalina. Y sí, le he dado de comer.
–Los peces sí tienen sentimientos. Y ahora que estamos hablando de Otavio , te confieso que me tiene preocupada. Lo tienes encerrado en tu estudio, un lugar que casi siempre está cerrado y a oscuras. ¿Por qué no lo trasladamos al salón pa