La mañana del sábado se filtró por las cortinas de encaje de la habitación de Laura, tejiendo hilos dorados sobre su edredón de flores. El aroma a café recién colado ascendía desde la cocina, mezclándose con el eco lejano de un camión de reparto. Laura, con su camisón de lunares desabrochado y el cabello enmarañado, saltó de la cama como un resorte. Sus pies descalzos golpearon el suelo de madera con un cloc-cloc rítmico mientras murmuraba con voz chillona. —¡Hoy no hay trabajo, hoy no hay trabajo!
Corrió al cuarto contiguo, donde Ana yacía boca abajo, abrazando una almohada con fuerza. —¡Despierta, Ana! ¡Vamos a prepararnos para ir al parque, no seas perezosa! —Susurró Laura, sacudiendo su hombro. Ana gruñó, enterrando el rostro más profundamente contra la almohada.
—¡Déjame, pulga! Son las... ¿siete? ¡Eres un vampiro! —La menor frunció el ceño, pero una sonrisa pícara asomó en sus delgados labios, los cuales estaban pálidos y agrietados. Tomó el peluche de un pingüino de la mesilla