Era evidente que el señor Esteban era mucho más generoso que la señora Serena. No había regateado ni una sola palabra sobre el precio.
El adivino, que en realidad se había metido a ese oficio medio de caradura, contaba con una red de contactos que lo mantenía a flote. En los últimos dos años no le había ido nada mal.
Pensó que Esteban, siendo un magnate, seguramente preguntaría sobre el éxito de algún negocio, o si habría alguna calamidad en el futuro.
Ya había preparado varias frases estándar en su cabeza, aunque mantuvo una expresión respetuosa:
—¿Qué desea saber usted?
Esteban sonrió ligeramente, con un gesto ambiguo.
—¿No deberías adivinarlo tú?
El adivino tragó saliva.
Tenía que arriesgarse. En este tipo de situaciones, lo menos probable solía ser lo más cierto.
—¿Quiere preguntar sobre el amor? —aventuró.
Esteban no respondió.
El adivino soltó el aire con alivio. Había acertado. Aunque sus habilidades como vidente eran dudosas, su talento para leer a las personas era innegable.