Un orden judicial.
Sebastián se rehusaba a soltarla con una desesperación que le quemaba las entrañas, aferrándose a ella como un náufrago a su última tabla de salvación en medio de un océano tempestuoso.
Temía que si la liberaba por tan solo un instante, ella pudiera desvanecerse como la niebla matutina ante el sol del mediodía, borrándose de su vida una vez más sin dejar rastro alguno de su existencia.
No soportaría, ni por un segundo siquiera volverla a perder después de haber atravesado el desierto de la soledad durante tanto tiempo, sin el oasis de su presencia.
La idea de verla partir nuevamente, de contemplar su silueta alejándose por segunda vez hacia un horizonte inalcanzable, desgarraba las fibras más profundas de su cordura.
Si ella se iba nuevamente de su lado, abandonándolo a la crueldad del tiempo y la distancia, se volvería loco, perdido en el laberinto de una mente fragmentada por la ausencia del único ser que daba sentido a su existencia
La policía llegó, y arrancaron a Sebastiá