Muy tarde me amaste.
Isabella respiró hondo, intentando que el temblor de sus emociones no se reflejara en su rostro ni en su voz, aferrándose a esa bocanada de aire como si en ella encontrara fuerzas.
Podía sentir su propio corazón latiendo con tanta fuerza, que temía que Sebastián pudiera escucharlo.
—¿Qué haces aquí, Sebastián? —preguntó con la mirada fija en él, buscando una respuesta, buscando entender—. ¿Cómo entraste a mi casa? ¿Cómo supiste dónde vivo?
Frente a ella, Sebastián la observaba con un brillo extraño en la mirada, una mezcla de impotencia y un dolor que él se negaba a admitir.
Sebastián tragó saliva y, durante un segundo, la arrogancia que siempre lo había caracterizado se resquebrajó, dejando al descubierto a un hombre vulnerable y perdido.
—Seguí a Cloe —admitió finalmente, bajando la mirada apenas un instante, con un gesto de molestia y orgullo herido, como si le costara aceptar lo que acababa de presenciar—. Ella salió de Ly