Leandro no se detuvo. Abrió la puerta y salió.
¿Julieta se estaba muriendo? ¿Quién lo creería? ¿No había tenido solamente una neumonía? ¿La neumonía podría matarla?
Ahora su fiebre había desaparecido, estaba llena de energía e incluso tenía fuerzas para seducir a Ismael. ¿Y se iba a morir?
¿¡Quién lo iba a creer!?
Leandro estaba furioso cuando irrumpió en la sala. Se encontró a Julieta sentada en la cama, esperando intranquila su llegada.
Levantó la vista y miró a Leandro con cierta alarma.
—Leandro, no pasó nada entre el señor Soto y yo, esa es la verdad.
Aunque sabía que era inútil, se tomó la molestia de volver a explicarlo.
—Ja, ¿no pasó nada? ¿Entonces qué estaban haciendo en la Península a mitad de la noche? ¿No me digas que es para buscar a alguien?
Leandro se acercó a Julieta a zancadas, pellizcó con fuerza su delicada mandíbula y se mofó:
—¡Ya comprobé la vigilancia y hoy no ha ido nadie a la Península!
Era imposible, cómo podía ser…
Pero Julieta reaccionó rápidamente. Dalil