—¿Qué? ¡No me toques! ¡Yo no he matado a nadie!
Dalila entró en pánico. Escondiéndose detrás de Leandro, gritó:
—Leandro, por favor, ayúdame. Me han tendido una trampa.
—Señorita Ortega, por favor coopere con nosotros, somos la policía.
—¡No! No tienen derecho a arrestarme. ¿Dónde están las pruebas? No pueden acusarme de algo que no hice.
Presionada por el pánico, Dalila agarró con fuerza la manga de Leandro, negándose a soltarlo.
Los policías miraron a Leandro con cierta preocupación y uno de ellos le dijo:
—Señor Cisneros, por favor, no lo complique más de lo necesario.
La cara de Leandro era sombría y aterradora. Al segundo siguiente, empujó a Dalila por la espalda y la entregó a las manos de la policía, diciendo:
—Dalila, si eres inocente, la policía limpiará tu nombre.
Estas palabras no dejaron otra opción a Dalila. Ella era consciente de todo lo que había hecho, y que una vez entrara en la comisaría, probablemente no saldría nunca más.
—Leandro, de verdad que no he hecho nada. —D