LISSANDRA
—¡Rápido, necesitamos una muralla lateral! —gritó Oliver mientras alineaba sillas con precisión arquitectónica.
—¡Esa estructura no va a resistir la embestida de un dragón! —replicó Ethan, cargando una montaña de almohadones como si fueran sacos de cemento.
Y ahí estaba yo. Sentada en el suelo de la sala de reuniones, con mi café frío entre las manos, mirando cómo dos adultos convertían el lugar más elegante de la empresa en una zona de guerra medieval con cojines, mantas y mucho, mucho orgullo.
Erick era el rey. Literalmente.
Llevaba una corona hecha de clips dorados y papel aluminio. En sus manos tenía el “cetro de mando”: un marcador grueso sin tapa. Caminaba entre las construcciones con el ceño fruncido y la espalda recta.
—Tío Ethan, tu torre está chueca.
—¡No está chueca! ¡Está… artísticamente inclinada!
—Y tú, tío Oli… tu castillo no tiene trono. ¿Dónde voy a sentarme?
Oliver se quedó en blanco. Ethan aprovechó.
—¡En mi castillo tengo trono, sofá real y zona de siesta