ROSA NEGRA
El cartel de neón parpadeaba a medio funcionar sobre la entrada del viejo local. “Coffee & Net” se leía con una fuente cursi que no encajaba con el olor a humedad del lugar. Levanté la capucha de mi chaqueta negra y empujé la puerta. El sonido de una campanilla oxidada anunció mi llegada.
—¿Una contraseña para el WiFi? Y un latte —pregunté al barista, un chico flacucho con cara de haberse bañado en cafeína.
—“libertad123” —respondió sin mirarme.
Irritante y perfecto. Un sistema tan inseguro como el local entero.
Elegí una mesa en el rincón, con vista al callejón. Saqué mi laptop —personalizada, blindada y con doble fondo de encriptación—, me conecté a la red pública y comenzó el ritual. Era como preparar un hechizo. Abrí mis softwares, uno por uno. Instalé puentes virtuales, activé un emulador de IP rusa, tracé rutas falsas por cinco países distintos.
Solo entonces susurré:
—Hora de trabajar, Rosa Negra.
La pantalla se oscureció unos segundos. Luego, un fondo negro emergió