El pequeño feto dentro de la bolsa apenas medía unos diez centímetros y su piel tenía un color rojizo. Se veía tan apacible allí dentro con sus diminutos ojos cerrados, ajeno a toda la maldad del mundo. Los labios de Amaya temblaron al verlo mover los dedos en sutiles espasmos.
—Apague el sistema —dijo ella con voz ronca.
El médico no se movió.
—¡Le dije que lo apague!
—Puedo ayudarte.
La voz del médico era débil y temblorosa, al no escucharla contestar, creyó que la cazadora aceptaría su ayuda y se aventuró a darse la vuelta, pero ella volvió a sujetar su cabeza. Con un susurro feroz, reafirmó su petición. El joven científico se acercó vacilante hasta el contenedor. Marcó unos números en el panel, unos segundos después, el contenedor emitió un gas, la computadora que mantenía las funciones vitales y de intercambio entre la bolsa que contenía al bebé y la sustancia donde esta flotaba, se apagó.
—¿Morirá? —preguntó ella con voz ronca y temblorosa, le costaba mantenerse de pie.
—Sin dud