Desde que salió de la Fortaleza, Amaya perdió el apetito, también el sueño. Por las noches casi no dormía. El recuerdo del vampiro la atormentaba a toda hora. Veía su cara, escuchaba su risa cínica y su voz musical por todas partes.
El hecho de que el doctor Branson le dijera que la fascinación que sentía era parte del mecanismo de defensa innato del vampiro no ayudaba. Era una obsesión, un veneno corriendo por sus venas que le desbocaba los latidos del corazón y le encogía el estómago al recordarlo.
No conseguía concentrarse, no le daba hambre. Si dormía, se le aparecía en sueños. Imágenes tormentosas en las que se le acercaba hasta que su aliento le abrasaba el rostro. Sentía en la piel caricias que la quemaban. A veces, en esos sueños perturbadores, la besaba. Entonces ella despertaba en medio del sudor, con la respiración agitada y la sangre corriendo por su cuerpo, lava arrasadora e incendiaria. Toda su piel se erizaba como si de verdad las heladas puntas de sus dedos la reco