Mis lágrimas caían sin control, calientes, saladas, tan intensas como el fuego que aún ardía en mi pecho. Las sentía correr por mis mejillas, mojando mi piel como si intentaran apagar el incendio dentro de mí. Él tomó mi mano con tanta suavidad que me rompió aún más. Sus dedos temblaban, y en su mirada había un dolor que reconocía, porque era el mismo que me habitaba.
—Ariana… —susurró con voz ahogada—. Es mi culpa. Te ruego perdón.
Me quedé en silencio. No sabía qué decir, cómo reaccionar. Era como si todo dentro de mí estuviera fracturado y, al mismo tiempo, tratando de sanar.
Lo miré, tratando de encontrar respuestas, intentando entender por qué, después de todo lo que me hizo, aún lo amaba.
Porque sí… lo amo. Lo sé con cada latido. Por más que intente negarlo, por más que me diga que debería odiarlo, no puedo.
—¿Por qué? —dije, por fin, la voz rasgándome la garganta—. ¿Por qué me hicieron tanto daño…?
Mis palabras no eran solo para él. Eran para todos. Para Beatriz, para mis padres