Sergio Torrealba bebía vino en la penumbra de su casa, hundido en un silencio apenas roto por los gritos desesperados de Lorna, que retumbaban desde el sótano.
Gritaba su nombre, suplicaba, lloraba… pero a él no le importaba. No más. La rabia aún le hervía en las venas.
Lorna había roto lo último sagrado que le quedaba: las fotos de Ariana. Incluso la de su boda.
Aquella imagen, la más preciada, donde ella sonreía como si aún creyera que él era un hombre digno… había sido desgarrada por la mitad con odio.
Sergio no pudo soportarlo.
La había golpeado. Con furia, con rabia, con el alma desbordada de frustración.
No fue solo un castigo físico: fue la expresión brutal de un hombre derrotado, que ya no sabía cómo controlar el dolor que lo devoraba.
Luego, sin decir una palabra, la arrastró hasta el sótano y la encerró ahí. Que gritara, que llorara, que maldijera. No le importaba. Ella había cruzado la última línea.
Rodeado de los restos que pudo salvar de la basura, Sergio se arrodilló en