Lorna gritaba. Su voz, quebrada y temblorosa, desgarraba el silencio espeso del sótano como un cuchillo.
Estaba sentada sobre el suelo frío, con el cuerpo cubierto de polvo, lágrimas y miedo.
Las muñecas enrojecidas por las cuerdas que apenas le permitían moverse parecían sangrar con cada movimiento.
Cada segundo se estiraba, cruel, como si el tiempo mismo se burlara de su dolor.
Y entonces…
Un chirrido seco, lento, rompió la quietud. La puerta del sótano se abrió.
Ella se quedó inmóvil. El corazón le dio un vuelco.
Allí estaba él.
Sergio Torrealba.
Erguido en el umbral como una sombra que se había desprendido de sus peores pesadillas. Sus ojos, antes tibios, ahora eran fríos como acero oxidado. Ya no era el hombre que la había amado, que la había tomado de la mano o le había jurado un futuro. Era otro. Era un extraño. Un monstruo.
—Quiero que te vayas —murmuró, con una voz tan baja que el aire mismo pareció estremecerse—. Vete. Para siempre. Sal de mi vida.
Lorna parpadeó. No entendí