Lynn fue dada de alta esa mañana.
Su cuerpo aún dolía, pero lo que más pesaba era el vacío en su pecho.
La herida emocional seguía abierta, palpitante, casi tan intensa como la física.
Apenas colocaron el alta médica en sus manos, supo exactamente a dónde quería ir.
—Hija, no tienes que verlo —le dijo Freya, con voz suplicante mientras la ayudaba a vestirse—. Piensa en tu bebé. No vale la pena.
—Tengo que hacerlo, Freya… es por mi bien —respondió Lynn, con voz firme pero quebrada.
No era terquedad. Era necesidad. Era duelo. Era cierre.
Freya suspiró, derrotada por el dolor ajeno.
Al final, asintió con lentitud y dejó que Lynn avanzara sola.
Los pasillos del hospital parecían interminables. Cada paso de Lynn era lento, vacilante.
Sentía como si su corazón se partiera un poco más con cada metro que recorría.
El eco de sus pasos se mezclaba con el zumbido de las luces fluorescentes, con los recuerdos que la asaltaban como cuchillas silenciosas.
Las noches llorando, las palabras dulces que