Ariana abrió los ojos de golpe.
Todo era un torbellino de sensaciones.
El techo blanco del hospital oscilaba sobre ella como si flotara en un mar embravecido.
La luz la cegaba, y un zumbido vibraba en su cabeza como si alguien golpeara una campana dentro de su cráneo.
El dolor era absoluto. Su cuerpo entero dolía como si hubiese sido arrojado a través del parabrisas de un coche en llamas. Intentó mover una mano, pero solo logró emitir un gemido gutural que le arrancó lágrimas involuntarias.
Una figura se acercó.
Una enfermera. Su rostro era sereno, aunque sus ojos revelaban un leve asombro. En sus manos, una jeringa lista.
—Tranquila —murmuró con voz suave—. Le pondré algo para el dolor.
Ariana sintió la punzada en la piel mientras el líquido entraba por la vía. Al poco tiempo, una calidez pesada se derramó por su cuerpo.
No era alivio completo, pero al menos podía respirar sin que cada inhalación fuera un cuchillo.
—¿Cómo se siente? —preguntó la enfermera, inclinándose un poco.
Ariana