Las horas se desdibujaron en la atmósfera casi irreal de la cámara subterránea, bañada por el suave, pero persistente, brillo de las plantas bioluminiscentes. Era una luz etérea que danzaba sobre las paredes rocosas, pintando el espacio con tonos esmeralda y zafiro, creando un ambiente de intimidad y misterio. En ese santuario oculto, lejos del bullicio del mundo y de las expectativas que nos habían moldeado, Aiden y yo comenzamos aclarar las complejidades de nuestras vidas, compartiendo relatos que hasta entonces habíamos guardado celosamente en lo más profundo de nuestro ser.
Para mí, era una experiencia profundamente liberadora, una especie de catarsis. Por primera vez en mi vida, sentía que mis palabras eran recibidas no con la fría expectativa de una princesa que debía mantener una fachada impecable, sino con la genuina curiosidad y la empatía silenciosa de un alma afín. Y al escuchar la historia de Aiden, su lucha silenciosa contra la injusticia, la